Reyes que no gobiernan versus presidentes que son monarcas
La persistencia de las monarquías es vista como una rémora del pasado. Pero casi todos estos "reinos" son más "republicanos" que muchos presidencialismos en los que el jefe de Estado acumula casi tanto poder como antaño el absolutismo de sangre azul.
¿Para qué sirve la monarquía? Es un debate recurrente en Europa -continente que posee un buen número de ellas- cada vez que se produce un evento familiar o ceremonial en alguna dinastía: nacimiento, muerte, enlace, coronación, etc. O al compás de los escándalos.
La inminente boda de un vástago de la dinastía Windsor no ha sido la excepción y, aunque no se trata de un acontecimiento negativo como lo fue el divorcio de sus padres o la muerte rodeada de sospechas de su madre, surgen las eternas preguntas y cuestionamientos.
"¿Hay que conservar un sistema monárquico obsoleto y en qué condiciones?", era el interrogante de un editorial reciente del diario francés Le Monde, por ejemplo. Coronas, fastos, carrozas, protocolos: parecen verdaderos anacronismos en países que en los demás terrenos están a la punta de la modernidad.
Una de las críticas principales es que la monarquía sería una institución contraria a la república, la forma de organización estatal considerada más ajustada a la democracia. La sucesión dinástica es otro rasgo antirrepublicano que contradice la igualdad desde la cuna proclamada por la humanidad hace más de dos siglos -al menos en los papeles, puesto que en la práctica no es tan respetada.
Sin embargo, en el caso de las monarquías europeas -las asiáticas y africanas son harina de otro costal-, lo formal puede estar ocultando lo real. Suecia, Noruega, Holanda, Bélgica, España (única restauración monárquica exitosa del siglo XX), Dinamarca y el Reino Unido son en realidad regímenes parlamentarios.
"Falsa monarquía, verdadera república", es la tesis de Joseph Savès, expuesta en Herodote, un sitio especializado en historia.
En efecto, los países europeos que aún tienen rey o reina están entre las naciones más democráticas del planeta. Más aún, Inglaterra fue la cuna del parlamentarismo y el primer país en el cual el poder del monarca empezó a ser limitado por otras instituciones.
El rey reina pero no gobierna. Es el jefe de Estado pero su poder es simbólico, similar al de los presidentes de Alemania o Italia, países de régimen parlamentario en los que el poder político real lo ejerce un primer ministro.
En Suecia, Holanda o Inglaterra es lo mismo. Un parlamento, generalmente bicameral, tiene el poder y designa al primer ministro que debe rendirle cuentas de su gestión.
La persistencia de la monarquía es criticada en nombre del republicanismo, pero en muchas repúblicas con sistema presidencialista la persona que ejerce la primera magistratura puede llegar a concentrar más poder que un monarca. Sucede en Francia -de donde parten muchas críticas al monarquismo inglés- que tiene un sistema híbrido entre parlamentarismo y presidencialismo, pero también en muchos países americanos donde, en situaciones de excepción o no tanto, el presidente puede asumir temporalmente atribuciones de otros poderes, gobernar por decreto y, en general, aunque no tiene la facultad de disolver el parlamento, puede desconocerlo.
El régimen francés es particularmente contrastante ya que permite más excepciones al republicanismo que el británico. El presidente, por ejemplo, puede disolver la Asamblea nacional pero no es responsable ante ella, como sí sucede en los sistemas parlamentarios. El primer magistrado -aunque existe un primer ministro- es en la práctica jefe de Estado y Gobierno a la vez.
Una vez electo, un presidente, tanto en Francia como en los países americanos, raramente encontrará obstáculos en el camino para hacer su voluntad como le plazca, al menos mientras dure su mandato. Y esto lleva a otro aspecto donde, si no se mira bien, pueden sacarse conclusiones engañosas.
El tema sucesorio de las familias reales no afecta hoy a la continuidad del régimen parlamentario en las monarquías europeas. Incluso en el pasado, como lo admite el propio editorial de Le Monde, "aunque el reino conoció reyes alcohólicos, degenerados o dementes, cuando no las tres cosas a la vez, la supervivencia de la realeza no se vio afectada". Si fue así antes, cuando el soberano tenía más facultades, menos lo es ahora, que cumple un rol simbólico.
El acortamiento de los mandatos y la prohibición o limitación a la reelección es otro rasgo esencial del presidencialismo. Sin embargo son muchos los atajos imaginados para eludir estas salvaguardas republicanas, en algunos casos mediante figuras que rozan la sucesión dinástica.
Despejada la inquietud republicana, persiste sin embargo la duda sobre la utilidad de la institución. En esto inciden factores históricos y políticos de cada país. En España, por ejemplo, fue un mecanismo funcional a la transición del franquismo a la democracia.
En términos generales puede decirse que la monarquía encarna simbólicamente a la Nación. "La persona que ocupa el trono y su linaje llevan el testimonio de la continuidad del Estado a través de las generaciones", dice Joseph Savès.
Pero en el caso británico existe un factor presente que puede contribuir a la valorización de este rol de la corona en el imaginario nacional. A diferencia de países que se poblaron con inmigración y optaron por el modelo del melting pot -los Estados Unidos y la Argentina en los siglos XIX y XX-, es decir, por la integración y el mestizaje étnicos y culturales, Gran Bretaña eligió el camino del llamado multiculturalismo con los inmigrantes que, en forma cada vez más numerosa, ha recibido en la última mitad del siglo pasado y comienzos del actual. En concreto, y en nombre del respeto a la diversidad, se acabó fomentando la coexistencia de diversas comunidades sin punto de contacto entre sí. De esa política de relativismo cultural, hoy la dirigencia británica se dice arrepentida, preocupada por los guetos en los cuales las diferentes minorías étnicas presentes en el Reino Unido habitan el suelo británico sin desarrollar un sentido de pertenencia a la Nación.
"La fidelidad a la Corona y a la persona del soberano es más fácil de admitir por parte de los ciudadanos, sea cual sea su origen étnico o religioso, que la referencia a una 'identidad nacional' y a 'valores republicanos' cuya esencia es muy difícil de definir", sostiene Savès.
Esta identificación se ve facilitada además por la abstención política de la realeza. Nunca o muy rara vez la reina Isabel o sus herederos toman partido en cuestiones que dividen las opiniones de sus súbditos -que en realidad ya no son tales, sino ciudadanos como en cualquier república.
Frente a un panorama de fragmentación social y cultural, que la crisis económica agrava, los británicos bien pueden valorar la supervivencia de una institución que está por encima de las contradicciones políticas del momento y ajena a los avatares de la gestión diaria de gobierno, pero muy vinculada, si no totalmente identificada, con la historia nacional.
Infobae